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[RESEÑA] 1917: Por sobre la vanidad

La cinta ganadora del Globo de Oro a la Mejor Película no es novedosa y está quizás demasiado enamorada de sí misma, pero se sobrepone a esos detalles y resulta una atrapante y emotiva odisea a través de los horrores de la I Guerra Mundial.

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Por Matías de la Maza. 

Hasta hace una semana, apenas se hablaba de “1917”, la nueva película del realizador británico Sam Mendes (Belleza Americana, James Bond: Skyfall), más allá de ser considerada un comodín un poco de relleno en la actual temporada de premios de Hollywood. Su principal foco de atención era más de forma y de fondo: se sabía que la película fue grabada simulando un sólo gran plano secuencia, donde pareciera que la cámara no corta durante sus dos horas de duración. 

Luego vinieron los Globos de Oro: la noche del 5 de enero, la cinta se llevó sorpresivamente las estatuillas al Mejor Director (superando a pesos pesados como Martin Scorsese y Quentin Tarantino) y Mejor Película Drama, pasando de la nada a ser la favorita de cara a los Oscar. 

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Frente a ese giro de acontecimientos, se hacía difícil no ver la elección con cierto cinismo: una película bélica, de los géneros favoritos de Hollywood, y que derrocha virtuosismo técnico (para los premios el plano secuencia es sinónimo de buena dirección) tomaba ventaja frente a cintas más jugadas como El Irlandés o Parasite. Tal como sucedió con el triunfo de Green Book por sobre Roma el año pasado, la temporada de premios beneficiaba a una opción dentro de su zona de confort. Pero 1917 no es Green Book: tiene sustancia para acompañar su cartel de favorita. 

Estrenada el jueves 9 en Chile, la película sigue en tiempo real la odisea de dos soldados británicos (George McKay y Dean-Charles Chapman) en el frente francés de la I Guerra Mundial, encargados con la misión de alcanzar a otro batallón inglés y advertirles de una trampa tendida por los alemanes que podría significar la eliminación completa de la unidad y la muerte de 1600 hombres, entre ellos, el hermano de uno de los soldados protagonistas. 

Cintas bélicas hay de sobra, pero la mayoría se centra en la II Guerra Mundial. Mendes por su lado opta por adentrarse en los horrores del conflicto bélico que le precedió; uno que ha ido quedando olvidado en el tiempo (con más de un Siglo de antigüedad, ya no queda nadie vivo para relatarlo), pero que se podría considerar fue incluso más brutal por la devastación de buena parte de Europa, y sus 100 millones de muertes por causas directa e indirectamente relacionadas al conflicto. 

A medida que avanzan los minutos y el recorrido de los protagonistas, el panorama es más desolador: Mendes y su director de fotografía, el legendario Roger Deakins, crean un entorno fantasmagórico y digno de pesadillas, donde el barro y los escombros son decorados por campos interminables de alambres de púas y los cuerpos putrefactos, que aparecen con tanta casualidad que ya son parte natural de la escenografía.

La película no reinventa la rueda ni establece temáticas nuevas (compañerismo, honor, terror y la futilidad de la guerra) a las incontables otras exponentes de su género. También, sobre todo durante su primera mitad, su ejercicio técnico del plano secuencia resulta más una distracción que un aporte narrativo, y la película, a pesar de que no aburre nunca, amenaza con transformarse en un mero ejercicio de vanidad de Mendes; un director demostrando lo que es capaz de lograr con la cámara, pero sin mucho corazón.

No hay que preocuparse, el corazón llega. Sobre todo a partir de un giro sorpresivo a partir de los 50 minutos, la trama encuentra su espíritu, e incluso su virtuosismo técnico se eleva a nuevos niveles, en especial en secuencias nocturnas donde Deakins da rienda suelta a su inigualable manejo de la luz y la penumbra. 

Pero el alma de la cinta está en sus actuaciones: McKay y su imberbe rostro (agudizando la sensación terrible de una guerra luchada por casi niños) mezcla emoción y resiliencia en su mirada permanentemente aterrada, navegando escenarios violentos sin querer ejercerla él mismo. Mientras, Benedict Cumberbatch y Richard Madden aparecen apenas segundos en pantalla, y aún así despachan en algunas líneas y muecas los momentos de díalogo más emotivos de la cinta. 

“1917” quizás no está para ser considerada la “Mejor Película” en las premiaciones, y represente a un Hollywood poco dispuesto a avanzar hacia direcciones más interesantes. Pero no por eso deja de ser una gran película y la prueba de que, mientras esté contado con este nivel de compromiso y pasión, la innovación es secundaria. Este espectáculo técnico tiene alma de sobra.