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[RESEÑA] Había Una Vez… en Hollywood: perdidos en California

La novena película de Quentin Tarantino es su proyecto más personal y melancólico. A pesar de su ambición, la cinta de todas maneras sucumbe a su falta de concentración y un punto que nunca queda muy claro.

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Por Matías de la Maza.

En el verano boreal de 1969, algo se quebró en Hollywood, la cultura pop y la sociedad norteamericana en general. Los asesinatos cometidos por los seguidores de Charles Manson entre julio y agosto de ese año, incluyendo a la actriz Sharon Tate, ocho meses embarazada, significaron un golpe de realidad y violencia que le puso la lápida a una década de ideales utópicos y una generación que creía que el amor podía cambiar el mundo.

Ese quiebre se extendió por los 70, una década bastante más pesimista en el mundo anglosajón, que fue reflejada en el cine, con películas más oscuras y violentas. Ya nadie creía en una utopía.

Quentin Tarantino era un niño en ese entonces. Tenía apenas seis años para 1969, muy chico para entender realmente lo que había pasado, pero lo suficientemente consciente para sentirlo. Algo evidentemente lo marcó de esa época: entre sus mayores influencias están los westerns de los años 50 y 60, con la mayoría de sus cintas tomando elementos prestados del género, e incluso apostando por sus propios exponentes con sus dos últimas películas (Django Sin Cadenas, Los Ocho Más Odiados).

“Había Una Vez… en Hollywood” es su carta de amor a esa época de rebeldes idealistas y aventuras épicas. También, a pesar de su constante humor, es una historia llena de melancolía, relfexionando sobre el ocaso de una era que su director claramente nunca quiso que acabara.

El protagonista, el actor ficticio Rick Dalton (Leonardo DiCaprio, extraordinario como siempre) es una metáfora andante: tras una era de gloria en los 50 como vaquero televisivo, intentó saltar a la pantalla grande sin mayor éxito, y para 1969 se encuentra luchando por adaptarse a una industria y un mundo que parece haberlo olvidado. No es mucha más la suerte de su doble de acción, Cliff Booth (Brad Pitt), cuyo día a día está reducido a hacer los mandados de Dalton. Ojo, no es que lo resienta: ambos hombres comparten una profunda amistad y entendimiento.

Protagonistas ficticios, pero el mundo alrededor de ellos es muy real: Dalton es vecino de Sharon Tate (Margot Robbie) y su marido Roman Polanski. La ciudad de Los Angeles que transitan está llena de personajes reales, desde Steve McQueen hasta Bruce Lee, y la familia Manson circula de fondo como una fuerza misteriosa y seductora.

Rodada en 35 milímetros, visualmente, “Érase una vez…” debe estar entre los proyectos visualmente más hermosos, sino el más, de la carrera de Tarantino. El director evita algunos de sus excesos de cintas recientes (quien escribe no contó ningún zoom rápido) y privilegia tomas más delicadas, con su cámara flotando sobre una Los Angeles perdida,  donde las luces y el neón del boulevard Sunset eran sinónimo de magia.

El problema es que la historia de esa época es tan compleja, ambiciosa y abrumadora, que Tarantino y su guión se extravían constantemente en el punto de lo que quieren contar. Secuencias enteras se extienden por demasiado (haciendo notar las dos horas y 40 minutos de duración de la cinta) y que poco aportan a entender a sus protagonistas o el fondo de la historia. La trama central de por sí es sólida, pero cada poco rato se desvía para pasar por largos minutos en secuencias de flashbacks que no resultan siempre interesantes, siendo bonitos ejercicios de estilo, pero de poca sustancia.

Sobre todo en su último tercio, el desorden narrativo del director empieza a jugarle en cuenta a la evaluación final de una película que pareciera tener una muy interesante idea de fondo, pero que no logra nunca llegar al meollo del asunto: entender lo que significó 1969 para el cine.

Sobre todo durante su primera mitad, hay suficiente para disfrutar: el casting está elegido a la perfección, desde los protagónicos hasta los múltiples cameos secundarios, que van desde Al Pacino hasta Bruce Dern. Y que la cinta pierda su foco no significa que Tarantino no regale un par de escenas realmente mágicas: atentos al diálogo entre Dalton con una joven actriz de ocho años (Julia Butters, quien debería ser nominada al Oscar) y a una visita de Sharon Tate al cine, en la que Robbie, sólo con su rostro y su expresividad genera una de las secuencias más encantadoras y emotivas del cine este año.

Si esa magia hubiese sido constante, sería más fácil mantener el interés en el resto de la historia. Pero cuando ruedan los créditos, da la impresión que Tarantino se extravió en su propia memoria emotiva. Su ambición es digna de admirar, pero la idea de fondo se termina esfumando en esa utopía perdida en 1969.